lunes, 8 de marzo de 2010

Disectamos el Populismo y lo comparamos a los mercados Libres y Democracia.

Clases Magistrales Materia / Economía - Los Populistas en el pacto.
Populismo o mercados Libres

La mayoría de los países de la región requiere reformas institucionales y económicas profundas, que vayan más allá de las que intentó en su momento el Consenso de Washington. El efecto de la poscrisis global. -
Por Sebastián Edwards*

Durante los últimos años –en general, después del 2000– , políticos neopopulistas han llegado al poder en países tan diversos como Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Paraguay y Venezuela. Es procedente aclarar tres puntos. Primero, no hay nada de malo en enfatizar las condiciones sociales al diseñar políticas económicas. Al contrario, dada la historia de la región, los objetivos de reducir la desigualdad y la pobreza son legítimos –hasta podría decirse que necesarios– para cualquier proyecto o programa de desarrollo económico. El problema no es el énfasis en los objetivos y en las metas sociales. El problema es poner en marcha políticas insostenibles a largo plazo y que después de un corto período de euforia generan estancamiento, inflación, desempleo y salarios más bajos; políticas que en vez de mejorar la vida de los pobres hacen que ésta sea más dolorosa y frustrante. Segundo, el populismo no es monopolio de la izquierda; de hecho, es perfectamente posible tener populismos de derecha. Sin embargo, resulta que la mayoría de las experiencias populistas en la región, aunque no todas, han sido lideradas por políticos con tendencias izquierdistas y nacionalistas. Y tercero, no todos los gobiernos de izquierda aplican políticas populistas. Es más, al lado de Hugo Chávez y Evo Morales, en América latina hay una nueva generación de políticos de izquierda modernos, cuya meta no es echar para atrás las reformas que se hicieron en los noventa sino hacerles ajustes y correcciones, e, incluso, profundizarlas. De manera más específica, su meta es aumentar los gastos sociales de modo eficiente, implementar sistemas modernos de regulación que promuevan la competencia y evitar excesos tales como los que causaron la crisis global del 2008. También buscan usar la inversión pública como un catalizador para atraer inversión privada e introducir regímenes cambiarios que eviten el fortalecimiento artificial de la moneda local. Estos líderes –que el politólogo mexicano Jorge Castañeda ha llamado la “izquierda moderna” latinoamericana– reconocen la necesidad de aprovechar los mercados globales y entienden con claridad los beneficios que trae la baja inflación; también reconocen que la innovación está detrás del crecimiento y la prosperidad y que el mercado, por lo general, da las señales correctas para guiar las decisiones de inversión y estimular las ganancias en productividad. Aun en el período después de la crisis global del 2008, los políticos modernos de tendencias izquierdistas –incluyendo a Lula en Brasil, Michelle Bachelet en Chile y Tabaré Vásquez en Uruguay– no están dispuestos a implementar políticas proteccionistas o a echar para atrás las reformas de los años noventa y la década de 2000.
Populismo. “Populismo” es un término peyorativo, que durante años ha sido utilizado por políticos que quieren desacreditar a sus rivales. La expresión tiene una connotación tan negativa que ningún político que yo conozca se ha llamado a sí mismo populista. Por tanto, ¿qué es exactamente el populismo? ¿Qué elementos constituyen un régimen populista? ¿Cuáles son sus cimientos ideológicos y sus principales políticas? Al definir populismo, los politólogos e historiadores se refieren, usualmente, a movimientos políticos liderados por individuos con personalidades fuertes y carismáticas, cuyo atractivo para las masas se basa en una encendida retórica centrada en la desigualdad. Su discurso pone los intereses de “la gente” o “el pueblo” en contra de los de la oligarquía, las corporaciones, el capital financiero, el sector empresarial y las compañías extranjeras. En su popular libro sobre la historia latinoamericana, Edwin Williamson define populismo como “El fenómeno en el que un político trata de ganar poder cortejando la popularidad de las masas con arrolladoras promesas de beneficios y concesiones (…) a las clases bajas (…). Los líderes populistas carecen de un programa coherente para hacer cambios sociales o reformas económicas”.
El científico político Paul Drake dice que los populistas recurren a “la movilización política, la retórica repetitiva y a símbolos diseñados para inspirar a las personas” y reclaman para sí coaliciones heterogéneas que incluyen a la clase trabajadora y sectores significativos de la clase media. Anota que los programas populistas “por lo general responden a los problemas del subdesarrollo ampliando el activismo estatal, para así incorporar a los trabajadores en un proceso de industrialización acelerada con medidas redistributivas paliativas”. En un libro clásico, Michael L. Conniff, otro politólogo, afirma que “los programas populistas con frecuencia coinciden con los del socialismo”.
El desprecio a los partidos. Los líderes populistas suelen despreciar a los partidos políticos tradicionales y apelan directamente a las masas para poder obtener apoyo en políticas específicas. Otros aspectos del populismo tradicional enfatizados por los politólogos son la alianza entre las clases bajas y medias –que son, después de todo, el corazón “del pueblo”–, los discursos y políticas pro-urbanas y una clara ambigüedad, si no un desdén abierto hacia la democracia representativa. De hecho, la mayor parte de los episodios populistas históricos en América latina ha tenido una veta autoritaria. Al estudiar el populismo, la mayoría de los economistas ha seguido el análisis que en 1989 propusimos Rudi Dornbusch y yo. Según este enfoque, el populismo es definido como un conjunto de políticas económicas dirigidas a redistribuir el ingreso, sobre la base de déficits fiscales altos e insostenibles, políticas monetarias expansivas y aumentos excesivos de los salarios de los empleados del sector público. Dornbusch y yo argumentamos que los episodios populistas empiezan invariablemente con gran euforia y terminan en una inflación acelerada –y en algunos casos, en hiperinflación–, mayor desempleo y menores salarios. Estas políticas, en última instancia, fracasan una y otra vez, haciéndoles daño a aquellos grupos (los pobres y la clase media) a los cuales se supone que deberían favorecer.
La dimensión fiscal del populismo tradicional queda consignada en una forma maravillosa en la siguiente cita de una carta enviada por el argentino Juan Domingo Perón en 1952 al retirado general chileno Carlos Ibáñez del Campo, quien hacía poco tiempo había sido elegido presidente: “Mi querido amigo: dele al pueblo, especialmente a los trabajadores, todo lo que pueda. Cuando le parezca que ya les está dando demasiado, deles más. Verá los resultados. Todos tratarán de asustarlo con el espectro de un colapso económico. Pero todo eso es una mentira. No hay nada más elástico que la economía, a la que todos temen tanto porque nadie la entiende”. Una declaración clara de las estrategias económicas populistas y de la indiferencia hacia las finanzas públicas equilibradas y los principios económicos básicos la dio el economista Daniel Carbonetto, quien a mediados de los años 1980 aconsejó al presidente peruano Alan García. El escribió: “Si fuera necesario resumir en dos palabras la estrategia económica que empezó a ser adoptada por el Gobierno en agosto de 1985, éstas serían control [refiriéndose al control de los precios y los costos] (…) y gasto, transfiriendo recursos a los más pobres para que puedan aumentar su consumo y crear una demanda de mayor producción (…). Es necesario gastar, aunque se genere un déficit fiscal, porque si este déficit transfiere recursos públicos al mayor consumo de los más pobres, se producirán más bienes y esto traerá una reducción en los costos unitarios, por lo cual el déficit no será inflacionario, al contrario (…). Como Rudiga Dornbusch y yo señalamos en nuestro libro de 1991, ha habido un hilo conductor histórico común en los episodios populistas. Al inicio de la experiencia, los encargados de implementar las políticas populistas –y la población en general– están muy insatisfechos con el desempeño económico de país en cuestión; hay una gran sensación de que las cosas podrían estar mejor. En la mayoría de los casos el país ha experimentado un crecimiento muy moderado, estancamiento o una franca depresión como resultado de intentos por reducir la inflación o recuperarse de una severa crisis monetaria. Esta experiencia de estabilización previa ha sido en muchos casos, aunque no siempre, implementada bajo un programa del FMI y ha tenido como resultado un reducido crecimiento y una caída en los estándares de vida. Un alto grado de desigualdad aporta una justificación adicional para presentar un programa económico radicalmente diferente. Por lo general, la estabilización previa habría mejorado el presupuesto y las cuentas externas, lo que permite financiar (en el corto plazo) un programa bastante expansionista. Una vez en el poder, los populistas rechazan en forma abierta lo que llaman el “paradigma conservador” e ignoran la existencia de cualquier tipo de restricción al gasto público y a la expansión monetaria. Los riesgos de las finanzas deficitarias sobre las cuales hace énfasis el pensamiento tradicional son vistas como exageradas o simplemente infundadas (conviene recordar la cita de la carta de Perón a Ibáñez del Campo). Según las autoridades populistas, las expansiones fiscales y monetarias no son inflacionarias porque sobra capacidad productiva instalada y siempre es posible sacarles márgenes de ganancia mediante controles de precios.
El ciclo populista: de la euforia al remordimiento. Las experiencias populistas más tradicionales en América latina se han caracterizado por un predecible ciclo de cuatro etapas. En la primera fase el crecimiento, los salarios reales y el empleo se elevan, y sus políticas parecen ser muy exitosas. Los controles generalizados a los precios aseguran que la inflación no sea un problema, y las importaciones alivian los productos que escasean. La reducción en los inventarios y la disponibilidad de bienes importados –por lo general financiados por el uso de reservas internacionales o la suspensión de pagos de deuda externa– ayudan en la expansión de la demanda con un mínimo impacto sobre la inflación.
Durante la segunda fase, la economía enfrenta cuellos de botella, en parte como consecuencia de la expansión de la demanda y en parte por la creciente falta de divisas para importar. En este punto se vuelve necesario reajustar los precios y devaluar la moneda para reestablecer la competitividad externa. Las autoridades, sin embargo, se resisten y empieza a desarrollarse un mercado negro de monedas extranjeras y todo tipo de productos. La inflación aumenta en forma significativa, pero los salarios reales se mantienen gracias a los mecanismos automáticos de ajuste o a los incrementos salariales por mandato del Gobierno. El déficit presupuestal empeora tremendamente como resultado de subsidios generalizados a los productos básicos –incluyendo comida, servicios públicos y transporte– y del comercio exterior.
La tercera etapa es el preludio al colapso. Se caracteriza por una escasez generalizada de múltiples bienes, una extrema aceleración de la inflación y la fuga de capitales. Para protegerse de la inflación, los consumidores le dan la espalda a la moneda local y la moneda extranjera (el dólar estadounidense) se convierte en el medio de pago preferido. El déficit presupuestal se deteriora de manera drástica gracias a descensos significativos en la recolección de impuestos y a un incremento en los costos de los subsidios. El Gobierno intenta dominar la inflación y estabilizar la economía recortando los subsidios y devaluando la moneda. Los salarios ajustados a la inflación caen de forma estruendosa y las políticas se vuelven inestables.
La cuarta y última etapa es el proceso de “poner la casa en orden” después de ocurrido el desastre. Lo usual es implementar un programa de estabilización ortodoxa bajo un nuevo gobierno. La mayoría de las veces se pone en marcha un programa del FMI, y cuando todo está dicho y hecho, los ingresos –en particular los de los segmentos más pobres de la sociedad– ya han descendido a un nivel significativamente más bajo del que tenían cuando empezó todo el episodio. Más aún, ese declive será muy persistente y durará por años. La disminución extrema de los salarios ajustados a la inflación al final de los experimentos populistas se debe a un hecho simple: el capital es móvil a través de las fronteras y puede salirse de un país desorganizado, pero la fuerza laboral no lo es; el capital puede huir de las malas políticas, pero la fuerza laboral está atrapada. Históricamente el desmantelamiento final de las políticas populistas se acompaña, con frecuencia, de grandes cambios políticos, incluyendo el violento derrocamiento del Gobierno. La clase media tiende a aprobar esos acontecimientos por la amenaza económica que representa el populismo.
Para que una experiencia populista ocurra en realidad es necesario contar tanto con la retórica distributiva –donde el sector privado y la oligarquía son culpadas del sufrimiento de las personas, de la pobreza y la desigualdad–, como con políticas insostenibles. La una, en ausencia de la otra, no es suficiente. Sin embargo, ha habido numerosos episodios históricos donde sólo uno de los dos componentes está presente. Carlos Saúl Menem en Argentina y Alberto Fujimori en Perú son casos donde la retórica populista en la campaña presidencial no fue seguida por políticas propiamente populistas. Aunque ambos líderes tenían personalidades fuertes y carismáticas, y Fujimori actuó por fuera del campo de los partidos políticos tradicionales, no implementaron políticas populistas durante sus administraciones. De hecho, ambos abandonaron el discurso distributivo después de haber inaugurado su período presidencial. Alberto Fujimori y Carlos Menem podrán ser catalogados como candidatos populistas, pero sus administraciones no lo fueron.
Las políticas del neopopulismo. El populismo de los últimos años, o neopopulismo, también está basado en un discurso que castiga al sector privado, a las compañías extranjeras y a las instituciones multilaterales por los males del país, incluyendo los agudos niveles de desigualdad. Los líderes neopopulistas también tienen personalidades fuertes y carismáticas, tienden a operar por fuera de los canales establecidos por los partidos políticos tradicionales y apelan en forma directa a las masas para obtener el apoyo para sus iniciativas. Sin embargo, hay algunas diferencias importantes entre el neopopulismo y el populismo tradicional o histórico. Primero, los jefes de Gobierno populistas de la década de 2000 –los presidentes Néstor Kirchner en Argentina, Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Daniel Ortega en Nicaragua y Fernando Lugo en Paraguay– no han hecho énfasis explícito en las políticas fiscales y monetarias expansionistas ni han maquinado –o por lo menos no lo habían hecho hasta el momento de escribir esto– incrementos salariales masivos e insostenibles para el sector público. De alguna manera, la generación actual de populistas parece entender la necesidad de mantener una cierta prudencia fiscal y una inflación razonablemente baja (aunque cuando a la inflación se refiere, lo que es “razonablemente bajo” está sujeto a discusión; mientras la mayoría de políticos de izquierda en América latina está dispuesta a tolerar una inflación de un rango entre el 8 y el 15 por ciento, la mayoría de los políticos orientados a la economía de mercado apunta a una tasa de inflación por debajo del 5 por ciento al año).
Dicho esto, todavía es muy temprano para saber si estos políticos populistas estarán dispuestos (o podrán) ser prudentes fiscalmente durante un gran desplome económico, como el que generado por la crisis global de 2008. De hecho, en el momento de escribir estas líneas a mediados de 2009, ya hay indicios de que Argentina y Venezuela están cayendo en algunas de las viejas prácticas del populismo tradicional. Si estos países van a pasar por el ciclo populista antes descrito que, de manera invariable termina en una rápida inflación, todavía está por verse. Una segunda diferencia importante entre el populismo tradicional y el neopopulismo tiene que ver con la manera como acceden al poder. Muchos populistas históricos llegaron al poder, o lo mantuvieron, a través de medios no democráticos. Ese fue el caso, por ejemplo, de Getulio Vargas en Brasil, Juan Domingo Perón en Argentina, Carlos Ibáñez del Campo en Chile a finales de los años veinte, Juan Velasco Alvarado en Perú y Daniel Ortega en Nicaragua.
Neopopulismo y populismo histórico.En contraste, y como los politólogos René Mayorga e Ignacio Walker, entre otros, han enfatizado, todos los líderes neopopulistas en América latina han llegado al poder a través de un proceso democrático. Una tercera diferencia entre los neopopulistas y los populistas históricos es su actitud hacia la globalización. Los líderes populistas tradicionales, desde Getulio Vargas hasta Juan Domingo Perón, y desde Salvador Allende hasta Alan García, eran altamente nacionalistas; criticaban con frecuencia a los inversionistas extranjeros y en muchos casos nacionalizaban firmas multinacionales. Sin embargo, lo que es distinto esta vez es que la crítica va más allá de ciertas compañías o bancos extranjeros. Los neopopulistas critican con fuerza la globalización como un sistema basado en el comercio internacional masivo que afecta a bienes, capital financiero, ideas y personas. Los neopopulistas muchas veces se aferran a la identidad nacional y denuncian la pérdida del patrimonio cultural nacional; condenan a McDonalds, no porque sus hamburguesas no sean saludables y contribuyan a la obesidad, sino porque representan un gusto extranjero; desprecian a Hollywood por ser superficial y frívolo; rechazan la modernidad y son nostálgicos de los “buenos viejos tiempos”, aunque no especifiquen cuándo fueron esos buenos tiempos, qué tan buenos fueron en realidad, o qué grupos los disfrutaron. Esta retórica antiglobalización se fortaleció después de la crisis financiera del 2008 y del deterioro del mercado de las hipotecas en Estados Unidos y en otros países avanzados.
En vez de generar inmensos déficits fiscales para redistribuir el ingreso, hasta ahora los neopopulistas han utilizado controles y restricciones gubernamentales cada vez más agudas para incrementar el ingreso a ciertos grupos particulares. Por ejemplo, controles al intercambio comercial fueron impuestos en Venezuela como mecanismo para mantener a raya la inflación (oficial) y reducir el costo de los alimentos; las compañías extranjeras fueron nacionalizadas en Argentina, Bolivia y Venezuela para lograr captar las ganancias y aumentarles los salarios a sus empleados; se violaron los contratos con los inversionistas extranjeros en Argentina para poder mantener bajas las tarifas de la electricidad y del gas, y así obtener el apoyo de las clases bajas y medias.
Estas políticas de control e intromisión gubernamental han tenido una serie de consecuencias negativas: ha surgido un mercado negro de moneda extranjera en Venezuela; los precios se han mantenido a niveles artificiales en Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela; en Ecuador y Bolivia las tarifas de importación se han subido para proteger la industria local; los impuestos de exportación en Argentina han sido elevados una y otra vez para obtener ingresos tributarios y financiar programas sociales; sistemas monetarios arcaicos que bordean con el trueque han sido promovidos en Venezuela y el sector privado ha sido acosado de diferentes maneras en todos los países que han cedido ante la tentación populista.
Los neopopulistas no sólo han alcanzado el poder a través de las elecciones, sino que también han usado el sistema legal, incluyendo la redacción de constituciones, para promover su causa. Durante la última década se han aprobado nuevas constituciones en Venezuela, Ecuador y Bolivia, y en Nicaragua fueron aprobados los primeros pasos hacia la reforma de la Constitución. Las tres nuevas constituciones han sido escritas con el propósito de “refundar” estas naciones, reconociendo derechos inalienables de la población indígena y garantizando vastos y muy detallados derechos económicos a las personas, en especial a las más pobres y a las regiones. Las tres cartas magnas han sido redactadas con la ayuda de equipos de expertos de la Fundación Centro de Estudios Políticos y Sociales española, un think tank dirigido por Roberto Viciano Pastor, profesor de derecho de la Universidad de Valencia. Desde una perspectiva de teoría constitucional, estas nuevas constituciones difieren de la mayoría de las constituciones modernas. En particular, se diferencian fuertemente a la Constitución de Estados Unidos, utilizada a través de los años como modelo por la mayoría de naciones latinoamericanas.
Primero, según el “nuevo constitucionalismo latinoamericano”, las constituciones políticas deberían ser documentos cambiantes que se adapten rápida y flexiblemente a las nuevas condiciones políticas. Deben ser fáciles de enmendar y de reformar, y su expectativa de vida no se espera que supere los diez años. Los expertos jurídicos Roberto Viciano Pastor y Rubén Martínez Dalmau han argumentado que las constituciones latinoamericanas modernas deben ser documentos sin terminar, siempre sujetas a ser enmendadas por la gente, la verdadera depositaria de la soberanía y el poder. Segundo, se supone que estas nuevas constituciones deben ayudar a alcanzar ciertas metas políticas. Es decir, se obvian todas las pretensiones de imparcialidad política y ecuanimidad. En el caso de Venezuela, el objetivo de la Constitución de 1999 –y su enmienda del 2009, la cual le permite al Presidente y a otros funcionarios la reelección indefinida– es construir un sistema político basado en los principios del “socialismo del siglo XXI”. Tercero, según el nuevo constitucionalismo latinoamericano, se añaden dos poderes estatales adicionales al ejecutivo, al legislativo y al judicial: el poder ciudadano y el poder electoral. Es precisamente gracias a estos dos poderes estatales nuevos que el neoconstitucionalismo acepta y promueve el uso recurrente de plebiscitos y referendos para poder avanzar en sus agendas políticas y sociales.
*Economista, profesor de la Universidad de California (UCLA). Autor de “Crisis y reforma de América latina”; “Monetarismo y liberalización” y “Populismo o mercados” (Editorial Norma).

No hay comentarios.:

Publicar un comentario