El canalizo y las pocetas de el malecon.
Durante la primera intervención norteamericana (1899-1902) se construyó el muro del Malecón hasta la calle Gervasio.
En el primer Gobierno del general Menocal (1913-17) la obra llegó hasta más allá de la Casa de Beneficencia, en San Lázaro y Belascoaín. Se le robó entonces un pedazo al mar al rellenarse lo que fue la caleta de San Lázaro, aledaña al torreón y donde a diario se bañaban los caballos de los establos habaneros. Se erigiría allí el bellísimo monumento a Maceo y se construiría el parque. Más tarde, bajo la dictadura de Machado, el Malecón llegó hasta la calle G, en el Vedado, impulsado por Carlos Miguel de Céspedes, su dinámico secretario de Obras Públicas, a quien tanto debe La Habana desde el punto de vista urbanístico.
Antes de que el Malecón existiera, las casas que se edificaban en la acera de los pares de la calzada de San Lázaro se levantaban sobre pilares y contaban con una especie de sótano abierto solo por el fondo que devolvía las olas. Hasta la calle Gervasio, los arrecifes servían de contén natural. Desde ahí hacia el Vedado el mar penetraba en los sótanos, y llegaba hasta San Lázaro en los espacios no fabricados. Numerosos pescadores levantaban sus casuchas sobre los arrecifes y no era raro que, por la tardes, las superficies planas del lugar sirvieran de escenario a apasionantes juegos de pelota, que debutaba como deporte nacional.
En esa época, finales del siglo XIX, eran permanentes en La Habana las epidemias de escarlatina, viruela, sarampión, tifoidea y fiebre amarilla. En las casas donde se diagnosticaba una enfermedad contagiosa, se colocaba en la puerta una banderita roja, salvo cuando se detectaba la viruela. La bandera entonces era amarilla. No existía alcantarillado y el inodoro era un mueble casi inexistente. Casi todas las viviendas habaneras de entonces estaban dotadas de letrinas o pozos negros que se hacían construir casi al lado de la cocina. Como su limpieza se imponía periódicamente, aparecieron grupos de hombres que se encargaban de esa labor, que llegó a convertirse en una actividad lucrativa.
Sacaban de noche las materias fecales y, ya de madrugada, las arrojaban al llamado Canalizo situado junto a las faldas del castillo de Atarés, muy cerca de los elevados de los ferrocarriles. Esa práctica, ya de por sí insalubre, se agravaba por la costumbre de grupos de personas que concurrían a diario al lugar y revolvían entre los desperdicios con la esperanza de encontrar prendas y objetos de valor.
Justo es decir que la suerte favoreció alguna que otra vez a esos «buzos» de antaño, como cuando, en 1901, encontraron en el Canalizo un montón de joyas valiosísimas, provenientes, según investigaciones posteriores, de la letrina de una casa de empeños de la calle Tejadillo.
No se limitaba al Canalizo la insalubridad de La Habana. Por las calles que se abocaban a lo que sería el Malecón corrían cloacas, en forma de zanjas, que desaguaban en el mar. Las más anchas pasaban por Industria y por Galiano. En esta calzada, la cloaca estaba cubierta hasta Trocadero y, a partir de ahí, seguía su curso descubierta, salvo en el cruce con San Lázaro. Era costumbre que los deudos de alguien que fallecía por alguna enfermedad contagiosa, arrojasen la ropa de cama y los objetos personales del difunto en las pocetas naturales que formaban los arrecifes. Recobrar esas piezas y venderlas luego, se convirtió en la forma de vida de muchos e influyó en la transmisión de no pocas enfermedades.
En el sótano de la casa que existía en Malecón y Manrique y que ocupaba el doctor Leopoldo Berriel, rector de la Universidad de La Habana, habitaba Isabel, más conocida como Isabel la Perrera por su afición desmedida a dar amparo a cuanto perro callejero se le cruzaba en el camino. Tenía un modo de vida. Portando una larga vara provista de un gancho en uno de sus extremos, recorría Isabel la Perrera los arrecifes para escarbar y sacar los bultos arrojados a las pocetas. Con un botín de sábanas, almohadas, fundas, ropones… regresaba a su sótano, lavaba las piezas con agua y jabón y, creyéndolas libres de todo contagio, salía a la calle hasta encontrarles comprador, no sin dejar enfermedad y muerte a su paso.
Antes de que el Malecón existiera, las casas que se edificaban en la acera de los pares de la calzada de San Lázaro se levantaban sobre pilares y contaban con una especie de sótano abierto solo por el fondo que devolvía las olas. Hasta la calle Gervasio, los arrecifes servían de contén natural. Desde ahí hacia el Vedado el mar penetraba en los sótanos, y llegaba hasta San Lázaro en los espacios no fabricados. Numerosos pescadores levantaban sus casuchas sobre los arrecifes y no era raro que, por la tardes, las superficies planas del lugar sirvieran de escenario a apasionantes juegos de pelota, que debutaba como deporte nacional.
En esa época, finales del siglo XIX, eran permanentes en La Habana las epidemias de escarlatina, viruela, sarampión, tifoidea y fiebre amarilla. En las casas donde se diagnosticaba una enfermedad contagiosa, se colocaba en la puerta una banderita roja, salvo cuando se detectaba la viruela. La bandera entonces era amarilla. No existía alcantarillado y el inodoro era un mueble casi inexistente. Casi todas las viviendas habaneras de entonces estaban dotadas de letrinas o pozos negros que se hacían construir casi al lado de la cocina. Como su limpieza se imponía periódicamente, aparecieron grupos de hombres que se encargaban de esa labor, que llegó a convertirse en una actividad lucrativa.
Sacaban de noche las materias fecales y, ya de madrugada, las arrojaban al llamado Canalizo situado junto a las faldas del castillo de Atarés, muy cerca de los elevados de los ferrocarriles. Esa práctica, ya de por sí insalubre, se agravaba por la costumbre de grupos de personas que concurrían a diario al lugar y revolvían entre los desperdicios con la esperanza de encontrar prendas y objetos de valor.
Justo es decir que la suerte favoreció alguna que otra vez a esos «buzos» de antaño, como cuando, en 1901, encontraron en el Canalizo un montón de joyas valiosísimas, provenientes, según investigaciones posteriores, de la letrina de una casa de empeños de la calle Tejadillo.
No se limitaba al Canalizo la insalubridad de La Habana. Por las calles que se abocaban a lo que sería el Malecón corrían cloacas, en forma de zanjas, que desaguaban en el mar. Las más anchas pasaban por Industria y por Galiano. En esta calzada, la cloaca estaba cubierta hasta Trocadero y, a partir de ahí, seguía su curso descubierta, salvo en el cruce con San Lázaro. Era costumbre que los deudos de alguien que fallecía por alguna enfermedad contagiosa, arrojasen la ropa de cama y los objetos personales del difunto en las pocetas naturales que formaban los arrecifes. Recobrar esas piezas y venderlas luego, se convirtió en la forma de vida de muchos e influyó en la transmisión de no pocas enfermedades.
En el sótano de la casa que existía en Malecón y Manrique y que ocupaba el doctor Leopoldo Berriel, rector de la Universidad de La Habana, habitaba Isabel, más conocida como Isabel la Perrera por su afición desmedida a dar amparo a cuanto perro callejero se le cruzaba en el camino. Tenía un modo de vida. Portando una larga vara provista de un gancho en uno de sus extremos, recorría Isabel la Perrera los arrecifes para escarbar y sacar los bultos arrojados a las pocetas. Con un botín de sábanas, almohadas, fundas, ropones… regresaba a su sótano, lavaba las piezas con agua y jabón y, creyéndolas libres de todo contagio, salía a la calle hasta encontrarles comprador, no sin dejar enfermedad y muerte a su paso.
Donde se mezclan la alegría de algunos y la tristeza de otros...
Cae la noche y la luna plateada refleja en el agua la luz de su cara.
Sube a un coche, apura sus pasos, repasa sus gestos y se siente rara.
Recorre asustada esas duras calles de la incierta Habana.
Mujer señalada, mujer censurada, mujer ya cansada...
Su cuerpo ella ofrece y se guarda el alma...
La vida en la Isla de la vieja Cuba se le hace difícil
No todo es tan lindo, no es sólo turismo, disfrutan los gringos...
Ella se pasea por El Malecón, inquieta y nerviosa
entonando bajo para sus adentros aquella canción.
La canción sublime que le recordaba a su viejo amor
En casa ha dejado tres vidas chiquitas que esperan solitos en la habitación
La vida está cara, nadie da trabajo, casi no hay atajos...
Su cuerpo de seda, su tez de canela surcaron caminos de desesperación
Pero todo pasa, es sólo un momento, piensa convencida,
la cabeza loca, y el bolsillo lleno para la comida...
Sus tres angelitos la esperan dormidos, se desarma en quejidos...
luego los abraza, queda cabizbaja...
Y sueña algún día que Dios la descubra, y la deje libre
Y mientras susurra aquella canción
contempla a sus niños, son su devoción...
Y ya no le importa que nadie la entienda
A nadie le importa prestarle atención
Sólo se adormece abrazada a la almohada
recordando siempre a su gran amor
Él si la entendía, él si la aceptaba
Pero fue la Isla quien se lo quitó
Hoy sólo le queda, de aquel, su querido,
quien le dedicaba, y le regalaba,
ese lindo tema que un poeta escribió
que la describía como en un espejo
al pie de la letra en esa canción...
Cae la noche y la luna plateada refleja en el agua la luz de su cara.
Sube a un coche, apura sus pasos, repasa sus gestos y se siente rara.
Recorre asustada esas duras calles de la incierta Habana.
Mujer señalada, mujer censurada, mujer ya cansada...
Su cuerpo ella ofrece y se guarda el alma...
La vida en la Isla de la vieja Cuba se le hace difícil
No todo es tan lindo, no es sólo turismo, disfrutan los gringos...
Ella se pasea por El Malecón, inquieta y nerviosa
entonando bajo para sus adentros aquella canción.
La canción sublime que le recordaba a su viejo amor
En casa ha dejado tres vidas chiquitas que esperan solitos en la habitación
La vida está cara, nadie da trabajo, casi no hay atajos...
Su cuerpo de seda, su tez de canela surcaron caminos de desesperación
Pero todo pasa, es sólo un momento, piensa convencida,
la cabeza loca, y el bolsillo lleno para la comida...
Sus tres angelitos la esperan dormidos, se desarma en quejidos...
luego los abraza, queda cabizbaja...
Y sueña algún día que Dios la descubra, y la deje libre
Y mientras susurra aquella canción
contempla a sus niños, son su devoción...
Y ya no le importa que nadie la entienda
A nadie le importa prestarle atención
Sólo se adormece abrazada a la almohada
recordando siempre a su gran amor
Él si la entendía, él si la aceptaba
Pero fue la Isla quien se lo quitó
Hoy sólo le queda, de aquel, su querido,
quien le dedicaba, y le regalaba,
ese lindo tema que un poeta escribió
que la describía como en un espejo
al pie de la letra en esa canción...
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